El aroma de nuestras sociedades evoluciona con el cambio de las tendencias, las tecnologías… y la higiene. ¿Qué es lo primero que notaría un viajero del tiempo de 2024 en las ciudades de siglos anteriores? Nuestra experta Inger Leemans olfatea las respuestas.
«Lo primero que notaría probablemente es que puede oler mejor», afirma Leemans, investigadora de la Real Academia de las Artes y las Ciencias de los Países Bajos.
Sin algunos de los elementos de la vida moderna nocivos para el olfato, como los humos del tráfico o la industria, nuestras narices podrían captar más olores naturales de nuestro entorno, explica.
Una vez acostumbrados a este sentido mejorado, probablemente nos encontraríamos con un entorno olfativo mucho más dominado por los animales. Hace siglos, era mucho más habitual que los habitantes de las ciudades tuvieran caballos (para el transporte), gallinas y vacas (sin pasteurización ni refrigeración para los huevos y la leche, había que tenerlos más cerca de los clientes), así como cerdos (en Ginebra, muchos cerdos eran alimentados con los residuos vegetales de las cervecerías, por lo que también debían oler mucho a malta).
Muchos edificios históricos eran de madera, que al humedecerse añadía un olor característico y se mezclaba con el de los humos de las numerosas chimeneas. Unas ciudades más grandes implicarían más panaderías, carnicerías y cervecerías, así como mataderos, todos añadiendo sus propios olores a las calles. Muchas de estas industrias emergentes utilizarían agua dulce de los canales y los ríos y la sustituirían por agua contaminada o sucia, lo que se sumaría al ramillete general.
Cuanto más próspera es una ciudad, más fuerte es su olor. Más gente suponía más muerte, lo que históricamente era mucho más abierta tanto a la vista como al olfato. «La gente se quejaba a menudo de los cadáveres que flotaban por ahí», añade Leemans. En el pasado, los cursos de agua también se utilizaban más como sistemas abiertos de recogida de basuras y alcantarillado, con consecuencias olfativas evidentes. No obstante, en los registros históricos, culturales y de otro tipo se demuestra que en las ciudades se intentaba constantemente eliminar los malos olores, sobre todo porque muchos creían que los propios olores podían propagar enfermedades.
En el proyecto ODEUROPA, financiado con fondos europeos, Leemans y su equipo emplearon la inteligencia artificial y la informática avanzada para identificar y recrear estos olores históricos y devolverlos a la vida. Esto incluyó la extracción y el análisis de compuestos orgánicos volátiles de artefactos históricos, sustancias químicas que guardan los secretos de los olores del pasado. Los investigadores trabajaron para contextualizar los objetos y olores en combinación con las investigaciones arqueológicas y arqueobotánicas.
Los resultados del proyecto incluyen un Smell Explorer (explorador olfativo), que es un recurso en línea que permite a los usuarios estudiar el olor como fenómeno cultural; una Encyclopaedia of Smell History and Heritage (enciclopedia de la historia y el patrimonio del olfato), que combina conocimientos académicos y creativos sobre el olor; y un Olfactory Storytelling Toolkit (kit de herramientas para la narrativa olfativa) para ayudar a los museos a incorporar el olor a sus exposiciones.
Entonces, ¿son las ciudades actuales menos vibrantes al olfato que las de antaño? Sí y no, expresa Leemans. Probablemente, nuestra capacidad olfativa es ligeramente diferente y estamos sensibilizados a olores distintos. La Ámsterdam de hoy tiene «trigo y gofres por todas partes», señala. A esto hay que añadir los humos del tráfico, los cigarrillos y las nubes con aroma a fruta de los vaporizadores desechables. Según Leemans, un visitante del pasado podría desdeñar el olor de las ciudades modernas.
Más información: CORDIS.
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